“En la vida, siempre que una puerta se cierra, otra se abre… pero los pasillos son un tormento”. Hace unos días leí esta frase en Twitter y la verdad no podría estar más de acuerdo. Quizá lo más difícil de soportar en los momentos de cambio es el tránsito. Ese limbo en el que uno vaga esperando una respuesta propia o ajena que le indique cuál es el siguiente paso. Hay que tener cuidado, en este momento las posibilidades de caer en la autoflagelación son extremadamente altas.
Para mí, la evolución del estado de ánimo cuando uno se queda sin trabajo podría plasmarse en un gráfico de dientes de sierra. Al principio depresión (eso, y acordarte de toda la familia de tu jefe), después llega la hiperactividad y uno se pone como loco a retomar viejos contactos, abrir perfiles en páginas de empleo, hacer mailing masivo a empresas…, pero las respuestas nunca son inmediatas y, por mucho que nos lo hubieran advertido, nunca se sabe lo mal que está el mercado laboral hasta que no te topas de bruces con él.
Así llegamos al tercer y más peligroso estadio: el choque con la realidad, que con frecuencia se traduce en decepción e incertidumbre. Es frecuente desarrollar en esta etapa una especie de “horror vacui” o miedo a encontrarte el buzón de correo en blanco, sin una sola respuesta a las cientos de solicitudes de empleo enviadas, sin un mensaje de esperanza de las decenas de empresas a las que has ofrecido tus servicios. Ante esto, y con la presión de familiares y amigos que no dejan de preguntarte a diario si ya te ha salido algo, acabas por repetir una y otra vez a modo de mantra que la cosa está fatal y no hay manera de encontrar nada, comienzas a pensar que todo el esfuerzo ha sido en vano y entras en la etapa de autoflagelación en 3, 2, 1…